LA VALENTÍA DE LOS PRIMEROS PASOS
Rogerio Domínguez Solís
@lues_mx
Imaginemos esta escena común; una familia con un bebé de menos de 1 año quien está aprendiendo a dar sus primeros pasos. Le animan a ser valiente, que suelte aquello de donde se apoya y le quitan objetos que representen un peligro. Cuando por fin da esos primeros pasos es motivo de gran felicidad y orgullo para toda la familia. Igualmente pasa cuando en nuestra niñez aprendimos a andar en bicicleta de forma autónoma. Quien nos ayuda primeramente nos cuida buscando las zonas que brinden una mayor seguridad para después aventurarnos a circular de forma independiente.
Entonces ¿Cómo es posible que hayamos permitido un cambio tan radical? Si en un inicio al momento de dar nuestros primeros pasos nuestro entorno era de seguridad y de cuidado, ¿Por qué permitimos que ese mismo entorno signifique un riesgo constante en nuestra contra? Actualmente quienes eligen moverse sin la asistencia de un vehículo automotor lo hacen a pesar del entorno y no gracias a él, muchas veces motivados por la necesidad, pero en un acto de valentía obligada. Las ciudades modernas, diseñadas en todas sus aristas para favorecer al automóvil privado, han olvidado su esencia; ser espacios diseñados por y para las personas priorizando la seguridad y habitabilidad. Hoy en día, moverse a pie o en bicicleta es asumir constantemente una exposición al peligro, a un abandono institucional y a la exclusión espacial, siendo los grupos históricamente vulnerados (las infancias, personas en situación de discapacidad, adultos mayores) pagan el precio más alto, sin que a las instituciones les importe demasiado.
Seamos francos: nuestras vialidades son hostiles. El peatón diariamente tiene que circular por banquetas insuficientes ya sea que estén deterioradas, bloqueadas o inexistentes; cruces peatonales defectuosos y mal señalizados; recorrer distancias muy largas en entornos urbanos sin sombra ni mobiliario. El ciclista navega entre vehículos que lo ignoran y lo agreden; circulan por ciclovías discontinuas, mal diseñadas, sin señalizar, invadidas o, peor aún, inexistentes. Cada día que no hacemos nada, aceptamos implícitamente una movilidad jerarquiza prioritariamente a quien más contamina, a quien más espacio ocupa y a quien más mata.
Las cifras son escalofriantes. En nuestro país, miles de peatones y ciclistas mueren todos los años en siniestros viales que se pudieron evitar. ¿En accidentes? ¡Claro que no! Son consecuencias lógicas de un modelo urbano probadamente fallido que excluye por diseño. Cuando se privilegia la velocidad por encima de la habitabilidad, la violencia vial como resultado es una consecuencia muy obvia. Y la movilidad activa es resiliente, sostenible, equitativa… pero sin infraestructura segura y humana, es igual de insegura que si no hubiera nada, lo que la convierte en una trampa mortal.

Y claro que las autoridades han detectado la problemática. Actualmente el discurso institucional sobre la jerarquía de la movilidad, la sustentabilidad y resiliencia urbana ha ido en alza constante y cada vez son enunciados con mayor frecuencia en legislaciones de todos los niveles de gobierno. No obstante, y a pesar de que la condición estructural de nuestro Estado es muy clara donde la población más vulnerada prefiere la movilidad activa y el transporte público como su principal forma de desplazamiento, paradójicamente son las más invisibilizadas y a las que menor cantidad de presupuesto gubernamental se le destina. En municipios del Estado como León, Irapuato, Celaya o Salamanca, donde cerca del 60% de los viajes se hacen en modos no motorizados o en transporte público, más del 80% del presupuesto en movilidad se destina a infraestructura que favorece al automóvil privado.
Actualmente ya hay varias instituciones como ONU-Hábitat y la WHO donde reconocen la movilidad activa como uno de los cimientos para las ciudades y comunidades sostenibles. Entonces la problemática antes mencionada no es una situación de rezago técnico o presupuestal, sino la manifestación territorial de las desigualdades que se viven a consecuencia de privilegiar el nivel de servicio vehicular como principal indicador de eficiencia urbana por encima de la movilidad humana, accesibilidad y la seguridad vial. Es la ausencia de justicia modal, ya que actualmente la gestión del espacio público, el presupuesto y los esfuerzos se centran en favorecer el desempeño vial motorizado que propicia la exclusión, potenciada por la desigualdad estructural y violencia institucional.
Lamentablemente esta ausencia de justicia modal no es homogénea. Las personas que históricamente han sido invisibilizadas en el diseño de ciudad; infancias, adultos mayores, mujeres, personas en situación de discapacidad, son vulneradas y la resienten de forma inmediata. Por tanto, el buscar una movilidad urbana que priorice mayores beneficios sociales, además de ser un cambio paradigmático al modelo actual, conlleva un cambio sistémico hasta en la forma de habitar la ciudad. Es centrar el diseño y la ética urbana en la vida, no en el metal. Es una transición que no será inmediata. Existen diversos intereses, tanto al interior de las instituciones como en el sector privado, que buscan mantener un status quo que les resulta beneficioso a sus intereses. Sin embargo, el perpetuar el actual modelo urbano atenta contra uno de los principales derechos humanos; el derecho a la movilidad libre y segura. Y lograr este cambio paradigmático requiere de voluntad y valentía de querer hacer las cosas; esa misma valentía que tuvimos al soltarnos y empezar a dar nuestros primeros pasos y dar un salto de fe en que los siguientes nos llevarían a un destino mejor.
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